22 junio 2016

Leyendas Urbanas de Buenos Aires



Leyendas de Buenos Aires


La otra historia de Buenos Aires no está en los manuales.

Como todas las grandes metrópolis, cuenta con cientos de autores anónimos que con sus leyendas también construyen la identidad urbana.

Son relatos —los hay oscuros y sangrientos, pero también eróticos y misteriosos— que se instalaron en el imaginario porteño. Aunque nadie conozca muy bien el origen.


La Casa de los Leones


Una leyenda urbana cuenta que un extravagante millonario decide tener animales peculiares en su casa y eso desatará una tragedia en su familia.

Barracas, es un barrio del sur de la ciudad que se ha caracterizado en la historia por las barracas en donde se trabajaba las carnes y cueros durante el siglo XIX; también por allí pasaba uno de los caminos más importantes que iban al puerto del riachuelo, la calle larga, hoy bautizado como Montes de Oca. Es el barrio donde en el siglo XX asentaron su fábricas empresas alimenticias como Canale, Bagley y Aguila y hoy copan espacio importantes imprentas del país.

Por la avenida Montes de Oca pasan lugares con historias y leyendas, desde la antigua iglesia de Santa Lucía hasta la iglesia de Santa Felicitas, que cuenta la legendaria historia de Felicitas Guerrero. También una importante institución alberga esa avenida, se trata de la ex casa cuna y actual Hospital de Niños “Pedro Elizalde”.

Si bien la leyenda de Felicitas es la más conocida, en ese mismo barrio se encuentra una casa con una leyenda menos conocida pero no menos apasionante. Estamos hablando de la casa de los leones. Una casa de estilo francés que queda a la altura 100 de la avenida Montes de Oca, justamente al lado del Hospital.

Esa casa fue adquirida por Eustoquio Díaz Vélez, uno de los hombres más ricos de mediados y fines del siglo XIX. Su fortuna era comparable a los Anchorena, los Alazaga, los Guerrero y otras familias encumbradas de la ciudad.

La fortuna de Díaz Vélez radicaba principalmente en las grandes extensiones de tierras que tenía en las costas del sur de la provincia de Buenos Aires, sus estancias y actividad ganadera le redituaban importantes ingresos que lo colocaban en las altas esferas de la sociedad porteña. La ciudad de Necochea y sus alrededores se encuentra en esas tierras que pertenecieron a su familia y las donaron para fundar ese partido costero. Aún así, el estanciero contaba con muchas hectáreas para continuar con el comercio.

Si bien este hombre era muy conocido en la ciudad, quién llevó el apellido a la historia argentina fue su padre, el general Eustoquio Díaz Vélez; este hombre luchó en las invasiones inglesas y en las guerras de la independencia que le valió ascensos hasta llegar a ser el segundo del general Manuel Belgrano en el ejército del norte. El general Díaz Vélez tiene también el alto honor de haber sido quién sostuvo la bandera Argentina mientras Belgrano le juraba fidelidad.

Y fue este general quién supo adquirir, en buena ley y mediante actos de comercio, la gran cantidad de hectáreas en el sur de la provincia que fueran heredadas por sus hijos y otra parte donada para la fundación del partido de Necochea.

Eustoquio hijo, supo aprovechar la fortuna heredada e hizo crecer la misma en forma hábil y sostenida. Sin embargo, este hombre millonario era muy extravagante, y ello es el tema que nos lleva a hablar de la leyenda de la Casa de los Leones.

En el año 1880, Díaz Vélez decidió vivir en el barrio de Barracas, más precisamente en la calle larga. Para ello adquirió una mansión de estilo francés, adujo que él viajaba constantemente a sus estancias en el sur; y esa casa era una de las más cercanas al puente Gálvez –hoy puente Pueyrredón-, el único que cruzaba el riachuelo. Por otro lado, en esa época ese barrio se caracterizaba por albergar importantes casas-quintas, pocos años antes y a pocas cuadras fue donde ocurrió la tragedia de Felicitas Guerrero.

Eustoquio Díaz Vélez además de terrateniente también fue dos veces presidente del club El Progreso, un ambiente de elite donde los políticos, ciudadanos y empresarios de importancia se reunían para hacer sociales para que surgieran importantes negocios y se tomaran decisiones políticas para el país.

Estuvo casado con Josefa Cano Díaz Vélez, quién era sobrina de él ya que era hija de una hermana suya. Y con ella tuvo hijos que luego, cuando heredaran la gran casona, la transformaron dándole un estilo más europeo con amplias mansardas en la parte superior. El jardín lo dejaron intacto como lo diagramó su padre.

Hemos dicho que este hombre era un millonario extravagante, y así fue, su casa estaba muy alejada del centro y temía que por la noche algunos moradores entraran para robar; si bien lo común era abastecerse de perros guardianes, Díaz Vélez sentía pasión por los leones, es por ello que mandó a traer tres de estos felinos africanos para que cuiden el hogar.

Los animales estaban sueltos por el jardín por la noche y durante el día de los dejaba en jaulas que estaban debajo de la casa pero se ingresaban por una escalera exterior. Cuando había eventos nocturnos en la mansión, los leones quedaban en sus jaulas para que no ocurriera ningún accidente con los invitados.

Una de las hijas de Díaz Vélez se enamoró de un joven que también pertenecía a una familia de estancieros. Los dos estaban tan enamorados que decidieron comprometerse. El padre estaba muy feliz con la novedad, no solo porque compartían la misma actividad económica, sino también porque conoce a la familia del pretendiente y eran amigos desde hace tiempo.

Era costumbre de la época que las fiestas de compromiso se organizaran en la casa de la novia; por ello don Eustoquio se encargó personalmente de los preparativos del evento. Era su primera hija en casarse y quería hacer una gran fiesta, invitó a todos los socios del club, también a muchas familias del barrio y a sus conocidos de todos los rincones de la ciudad.

No solo eso, también mandó a traer a todos los capataces y peones de sus estancias, pues quería compartir con ellos su felicidad; además siempre sostuvo que los trabajadores de sus campos participaron en la crianza de su hija, no podía dejarlos afuera. Para ello, los albergó en un importante hotel en el barrio de Constitución.

Llegó la noche y las mesas estaban sobre el jardín, era una noche clara de tiempo templado, como suele ser en los primeros meses del año. Una orquesta amenizaba la fiesta con música de fondo. En la entrada a la mansión se encontraban don Eustoquio y doña Josefa para recibir a los invitados.

Como era costumbre, los leones estaban encerrados en sus jaulas, no podía dejar a los invitados a merced de la voluntad de estos felinos. Sin embargo, un error humano, dejó una jaula mal cerrada; el león movió la puerta y ésta se abrió posibilitando la huida del animal.

La fiesta era monumental y había tanto jolgorio que nadie se percató del escape del león. De hecho el animal salió con mucho sigilo del lugar logran eludir las seguridades del lugar.

La música y tertulias fue interrumpida por el novio, quién solicitó la atención de todo el público presente. Agradeció a todos su presencia e invitó a su amada a acercarse a quien le pidió matrimonio y le entregó un anillo en muestra de su amor.

La alegría de ambos pretendientes era de tal magnitud que contagió a los invitados y plasmaron en un gran aplauso el compromiso, el padre de la novia fue uno de los que profería mayor plausibilidad por la felicidad que sentía al ver el acontecimiento.

Es en ese instante, el león sale de uno pequeños matorrales que había en la medianera de la casa para abalanzarse sobre el novio. Mientras el hombre luchaba contra el gigantesco animal y gritaba de desesperación, su novia y los invitados miraban consternados el suceso. Nadie sabía cómo reaccionar, solo las mujeres atinaban a gritar, pues quien iba a imaginar que en las costas del Río de la Plata alguien podía ser atacado por un león.

Don Eustoquio fue quien reaccionó rápidamente. Se dirigió a su despacho y tomó una escopeta que utiliza para cazar animales en el campo. La cargó y desde la ventana apuntó y con mucha certeza derribó al animal, matándolo en el acto.

Era tarde, el novio yacía destripado y muerto en el jardín víctima de las garras y colmillos del león. La fiesta pues, había terminado en tragedia. La policía y los médicos llegaron inmediatamente, lo galenos nada pudieron hacer por el hombre, si uno observaba el descuartizamiento, sabría que era imposible que estuviera vivo.

La familia del novio culpó a don Eustaquio por su muerte, ya que no entendía cómo podían tener en su casa animales salvajes y carnívoros. Pero para desgracia del dueño de la casa, no eran ellos solamente quienes lo culpaban de lo sucedido. Su hija también lo encaró y lo maldijo, ella quedó con el corazón destrozado, pues el único hombre que había amado fue muerto por uno de los animales de su padre.

La tragedia de la familia de don Eustoquio se profundiza más cuando la joven Díaz Vélez decide quitarse la vida porque no soportaba más convivir con el dolor de haber perdido a su amado. Luego de enterrarla, don Eustoquio cae en una profunda depresión; no visita más sus estancias como solía hacerlo y se encierra en su cuarto pasando la mayor parte de los días allí.

Algunos cuentan que –en un estado de locura- el hombre decide sacrificar a los leones para recuperar a su hija. Pero la pasión por estos animales continuaba en Díaz Vélez, por ello decide hacer monumentos de los leones y colocarlos en el jardín. La extravagancia llega a tal punto, que una de las estatuas es un león atacando a un hombre que lucha contra las fauces del animal. Esa escena hace suponer que representa el ataque al pretendiente de la hija de Díaz Vélez.

La casa continúa en la avenida Montes de Oca al 100, y también las estatuas. Hoy allí funciona la asociación VITRA –Fundación para Vivienda y Trabajo para le Lisiado Grave-. Los huéspedes del lugar cuentan que por las noches escuchan gritos y llantos, los que conocen la historia dicen que los gritos pertenecen al novio y los llantos a la novia.

Es así que al día de hoy, la casa de los leones despierta la curiosidad de los transeúntes por la historia que despiertan los leones que posan en el jardín de lo que fue la casa de Eustoquio Díaz Vélez.

 

El castillo de La Boca y sus leyendas

SERETA BUENOS AIRESSe luce por su arquitectura y por los mitos que lo habitan: fantasmas, duendes y suicidios.


 
Quienes abonan la leyenda la llaman “la torre del fantasma”. Y hablan de gnomos y del suicidio de una pintora muy bohemia. Los más fantasiosos dicen que se escuchan ruidos de cadenas y gritos. Del otro lado están quienes descreen de todo eso, lo desmienten y agregan: nunca existió tal suicidio y todo es parte de otra incomprobable leyenda urbana. Son los que conocen al lugar como “el castillo de La Boca”. Lo concreto es que la construcción ya tiene más de un siglo y, con su estilo catalán modernista, sigue luciéndose en el cruce de la avenida Almirante Brown con la calle Wenceslao Villafañe y la avenida Benito Pérez Galdós, en ese barrio al que muchos vecinos todavía definen como “República”.
El edificio ocupa un terreno con forma de trapecio y cuentan que todo empezó cuando alguien con visión comercial le sugirió a María Luisa Auvert Arnaud que lo comprara para hacer allí una casa de renta. La mujer era una rica estanciera con campos en la zona de Rauch y aquello le pareció oportuno, ya que el barrio crecía fuerte por la llegada de muchos inmigrantes. Promediaba la primera década del siglo XX.
Así fue como ella le encargó la construcción al arquitecto Guillermo Alvarez, un hombre nacido en 1880 en la gallega provincia de Orense. Alvarez era hijo de un carpintero que emigró hacia la Argentina en 1885. Por su descendencia catalana, la mujer pidió que la obra tuviera la impronta de esa Catalunya lejana. Entonces el diseño tuvo la estética que imperaba en Barcelona.
Con planta baja y dos pisos, en la ochava (une las tres calles) la construcción (terminada en 1908) está rematada por una torre con almenas. Es el único sector del edificio que tiene un tercer piso. Además, la parte superior de la torre incluye un tanque de agua, posiblemente el primero de ese tipo que se instaló en La Boca. Ornamentada con motivos geométricos de gran factura, la torre acompaña la belleza del conjunto, también trabajado con delicadeza. En 1910, la Municipalidad le otorgó un primer premio por su arquitectura.
Dicen que cuando Auvert Arnaud vio el edificio, optó por convertirlo en su vivienda. Lo decoró a su gusto, trayendo hasta plantas desde España. Los que adhieren a la leyenda, incluyen entre esas plantas algunas con hongos alucinógenos. Y sostienen que en esos hongos solían habitar los “follet”, unos pequeños duendes traviesos que convirtieron el lugar en inhabitable. Cuentan que, por eso, la estanciera dejó el edificio y se fue a Rauch.
Allí es donde comienza la otra parte de la leyenda que incluye a una bella mujer llamada Clementina, una artista plástica que había venido a estudiar a Buenos Aires. La ubican viviendo en la torre, como una de las inquilinas que fueron allí cuando el edificio se convirtió en casa colectiva. Y agregan que una vez los duendes fueron fotografiados, se enojaron y provocaron el suicidio de Clementina, por instigación o por acción directa. Nunca pudo comprobarse, pero el mito se mantiene.
Y ya que se habla de mitos, no muy lejos del “castillo de La Boca”, en Barracas, también hay otros lugares que alimentan leyendas. Uno es “la casa de los leones”, una mansión que fue de Eustaquio Díaz Vélez. La construcción está en Montes de Oca al 100, junto a la ex Casa Cuna. Cuentan que ahí había tres leones enjaulados, a los que soltaban de noche para que protegieran la casa. Y dicen que cuando la hija de Díaz Vélez celebraba su compromiso con un joven, también de buena familia, un león se soltó y en medio de la fiesta despedazó al novio. Afirman que el dueño de la mansión mató al león con un certero disparo de escopeta. Y que, al poco tiempo, la deprimida hija terminó suicidándose. Pero esa es otra historia.